“No me aferro ya a nada, para así no tener nada que defender”. Como tantas otras frases de los escritos de Carlos Castaneda, esta afirmación nos atrae por su belleza poética. Aplicarla a nuestra vida es otra cuestión. ¿A qué nos aferramos? ¿A la familia, al trabajo, a las opiniones de los demás, a la auto-imagen, a la identidad, a la reputación, al honor, a los libros, a un líder o guía, a un ser querido, al dinero, a un proyecto, etc.? Mientras estemos vivos, tenemos relaciones en el mundo que nos motivan y hacen que nuestro tiempo sea agradable. Y, sin embargo, un tema predominante en el camino del guerrero es la aceptación de que somos parte de un mar de intento. Nuestras circunstancias siempre están cambiando, a veces gradualmente, a veces de repente. Nuestra única guía verdadera es el intento mismo, una fuerza abstracta que no se puede definir ni precisar y que a menudo parece demasiado vaga para ser de alguna utilidad. Sin embargo, puede llegar a nosotros inesperadamente en cualquier momento, creando un impulso para actuar, para cambiar de rumbo, para crear nuevas circunstancias. La única manera de encarnar el intento en nuestros actos es estar listos para soltar los apegos. Amar sin aferrarse, compartir experiencias sin acorralar a los demás ni a nosotros mismos, llorar algo o a alguien sin perdernos en la nostalgia y la tristeza, estar listos para comenzar una nueva aventura sin mirar atrás. Lo que todo esto significa en la vida de cada persona es personal, pero nuestro propósito abstracto exige que soltemos. El silencio interior se hace real en el espacio entre la plenitud de la vida y el vacío que sentimos cuando dejamos ir algo o a alguien que amamos. Para ello necesitamos fuerza, agallas de acero y ligereza de cuerpo, mente y espíritu.