La naturaleza conoce bien los ciclos de muerte y renacimiento.
Nací en el cemento de una ciudad ruidosa, y mi experiencia más cercana a la naturaleza fueron las plantas que mi abuelo regaba en su patio. En casa teníamos una perra, un par de canarios enjaulados y dos tortugas de agua que cuidaba mi madre, todos huérfanos que aportaban algo de color al ambiente gris pálido.
De vez en cuando iba al parque, donde me preocupaba quién iba a jugar conmigo, ya que mis hermanos disfrutaban de mi ausencia. Llevaba una sensación de temblor en mi vientre cuando estaba cerca de ellos; temía ser golpeada. Durante los veranos familiares que pasaba en la playa, yo estaba a un lado, observando cómo los demás jugaban en el océano. Mirando hacia atrás, estaba desconectada de alguna manera, como si la vida no fuera para mí.
Me mudé de Buenos Aires a Los Ángeles, y después de 25 años de desarrollar una carrera y una vida, me mudé de nuevo a un lugar que ni siquiera sabía qué existía. La gran isla de Hawái, donde la naturaleza crece cruda y salvaje, donde la lava rabiosa de volcanes activos destruye y construye nuevas tierras, donde los arcoíris son dobles y brillan a través de la lluvia y donde las olas del mar borran el temblor, el miedo, la angustia.
En mi nueva casa, arranco la incesante maleza que crece entre los plataneros que me regalaron mis vecinos. Aunque pueden tener un propósito, las malas hierbas albergan insectos y enfermedades que dañan mi nuevo jardín. Quiero sacar lo que duele y quedarme con lo que nutre.
¿Saben las malas hierbas que morirán? ¿Qué saben las plantas?
Antes tenía otra casa, un sueño de siete acres para que mi familia descansara, se uniera y prosperara. Trabajé por diez años para terminar de construirla, para tener un lugar de paz, de conexión profunda. Insistí en algo que no estaba destinado a ser.
¿Alguna vez has insistido en algo que no estaba destinado a ser?
Creé un castillo y puse un príncipe en él, una casa blanca con muchas ventanas hacia el verde exuberante y los amaneceres rosados por las mañanas. Tenía un plan, pero no era el plan de Dios. Si es que hay un Dios, supongo que al menos ella entendería mis esfuerzos para tratar de conocerla.
¿Hay un destino que estamos destinados a cumplir?
Cuando las cosas no salen como lo planeamos, ¿qué hacer?
Me adecué y puse la casa en venta. Protesté y me quejé. No quería dejar de bañarme bajo la lluvia, como hacen las plantas. Caminar bajo la luz de miles de estrellas en lunas nuevas; meditando bajo la sombra de la luna llena. Respirar aire puro como si fuera por primera vez, escuchar el canto de mil pájaros y dormir en una oscuridad profunda.
Algo me dijo que siguiera adelante. Me agarré fuerte a los postes de la casa, llorando como nunca lo hice el día que se vendió. Necesitaba vivir en la ciudad con una buena conexión a internet para mis clases en línea: cerca de la escuela y la práctica de baloncesto de mi hijo; más cerca de la gente. Necesitaba recuperar un espacio donde ser dueña de mi viaje, mi crecimiento y belleza. Cerré un ciclo, con dolor no solo por la pérdida de la casa, sino también por el final de mi matrimonio.
Ahora estoy permitiendo que crezca un nuevo ser en mí. Siento que durante cincuenta años he estado viviendo una vida para los demás, para una idea de cómo comportarme para ser aceptada: sonriente, diciendo que sí, cuando quería decir que no; achicada para que el otro se sienta mejor; comiendo los restos para no desperdiciar.
Pero ahora desde dentro de mi árbol crecen nuevos entendimientos. Siento valentía brotando de mis pies. Tengo grandes oídos para escuchar, y grandes brazos para abrácelo todo, lo feo y lo hermoso. Si veo a una amiga, mi atención está en escucharla; si doy una clase soy auténtica y honestamente alineada conmigo misma, sin ansiedad, sin necesidad de hacer las cosas de una manera determinada.
No soy la suma de mis logros, sino la suma de mis entendimientos.
Estoy resurgiendo del inframundo, de los estándares patriarcales, rompiendo las cadenas de lo que significa ser mujer. Hawái me enseñó que puedo cambiar el aceite y el filtro de mi auto, llenar mis tanques de propeno, podar mis árboles, y arreglar lo que está roto.
En mi coche siempre tengo un machete y traje de baño lista para los desafíos y para la espontaneidad del placer. Me alimentan los mangos y los aguacates, me lavan las gotas de lluvia, me abraza el viento y me mecen los sonidos de los coquis. No lo he perdido. La vida silvestre es ruidosa y lo abarca todo, se regula a sí misma, y me recuerda del renacimiento. Madre tierra me dice que mi vida si es para mí.
Quiero sostener las manos de mis seres amados como sostengo las lagartijas y pájaros muertos. Quiero honrar mis relaciones como el mundo natural me honra a mí.
Mientras escribo, me envuelven las melodías rítmicas de la vida. Mi perra, acostada a mis pies, sus ronquidos me hacen cosquillas en la piel. Hacia el oeste, escucho sonidos de autos distantes que pasan. Hacia el este, corren niños riendo. Están muriendo y renaciendo, pasando por ciclos como yo. Ya no estoy sola.