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“No Soy tu Papi” – Lo que Carlos Castaneda me dijo

Era un domingo por la mañana en el invierno de 1996. El sol brillaba a través de los altos ventanales del auditorio trayendo calidez al ambiente. Resaltaban las paredes blancas y la alfombra verde como si hubieran sido renovadas durante el fin de semana. A mi alrededor, los participantes del seminario sonreían, con ojos resplandecientes y hombros relajados, y sentía que tenía más aire disponible para respirar.

Volé de Los Ángeles a Oakland con Carlos Castaneda y sus alumnas para guiar un taller sobre la Vitalidad y la Redistribución de Energía. El taller, en el colegio “Holy Names,” comenzó el viernes por la noche con una conferencia de dos horas. En ella Castaneda compartió historias de su aprendizaje con don Juan Matus, líder de un linaje de chamanes del México antiguo. Enfatizó la práctica de los movimientos no solo para aumentar la fuerza y la resistencia y mejorar el estado de alerta y la sensación general de bienestar, sino también para despertar un sentido de propósito en la vida. Presentó el camino del guerrero como una colección de creencias y comportamientos para ayudar a las personas a alcanzar estados de autoridad interior y libertad.

“Es tu derecho de nacimiento”, dijo desde el escenario, mirando directamente a los ojos de los participantes en la primera fila. Caminaba elegantemente con su traje marrón oscuro y sus zapatos negros. Se refería a construir la autoridad interna para ejercer la libertad de elección. Discernir lo que es bueno para nuestra vida y elegir lo que vale la pena, caminos con corazón.

Carlos Castaneda dirigía una empresa para promocionar su obra: Me contrataron para capacitarme apenas unos meses antes. Seguí un riguroso entrenamiento físico que incluía un cambio completo de dieta (sin azúcar, ni siquiera una manzana, sin sal, sin harinas, no caffeína o estimulantes y solo comidas caseras), larga horas de prácticas diarias de movimiento, y un completo cambio de actitud ante la vida. Trabajaba durante el día y, en las noches, asistía la escuela pública para aprender inglés.

No estaba en mis planes unirme a su empresa ni mudarme a los Estados Unidos. Vine de Argentina para asistir a uno de sus talleres, en mis vacaciones de trabajo de dos semanas. Viajé con amigos y nunca pensé en quedarme. No tenía el dinero, el talento o la valentía de verlo como una posibilidad. Tenía pensamientos negativos hacia mí misma: crecí escuchando “Cállate la boca, vos sos mujer y no sabes nada.” Uno de mis hermanos me lo repetía a diario y su voz resonaba en mi cabeza a través de los años. Había internalizado esa voz como propia sin cuestionarla.

Hasta que en mi primer taller en Los Ángeles, en la cafetería de la escuela en Culver City, experimenté algo distinto: como si el ruido que esa voz producía de repente se acalló. Como cuando desconectas la refrigeradora y te das cuenta del ruido que hace, y en su lugar sentís un silencio abrazante. Mi barriga esta relajada y por primera vez dí mi peso al suelo, como si finalmente hubiera aterrizado en la tierra. Las fuerzas de la gravedad me reconocían y apoyaban, sentía alegría hasta en los huesos. A pesar de no saber inglés y escuchar la traducción de lo que se decía en el escenario, sentía que entendía más allá de las palabras.

Todo a mi alrededor parecía darme la bienvenida: en la entrada los organizadores me saludaban como si me conocieran, las tres mujeres en los escenarios me sonreían cuando yo pasaba caminando, una persona me regaló su colchoneta para sentarme y me abrazaba al grupo de latinos con los cuales conversaba en los breaks. Era estar en sincronía con la vida: los pases energéticos practicados en unísono creaban el sentimiento de camaradería, como cuando iba a los recitales de rock y todos cantábamos la misma canción porque sabíamos la letra desde el corazón. Ese sentido de unidad y de que todo es posible que me hizo sentir libre y de que yo si pertenecía.

El movimiento me había traído de nuevo a la vida. Fue el deporte lo que me devolvió la vida cuando enfermé de fiebre reumática a los 8 años. Piel y huesos, paralizada en la cama y maltratada por familiares, fue unirme a una clase de natación y sentirme sostenida por el agua cálida lo que me hizo sentir el querer estar viva. Me dolían los músculos porque mi pecho se estaba expandiendo, pero mis ojos podían mirar alto al caminar. Al jugar en un equipo de vóley, experimenté el trabajar con otros por un mismo objetivo, el pertenecer, lo que no sentía en mi hogar. El experimentar ese sentido de conexión con otros que tanto ansiaba ayudó a que tome la decisión de quedarme en Los Angeles. Dije que sí a la oferta de trabajo de Castaneda: podía estudiar, trabajar en equipo con otras mujeres, y servir un propósito más grande. No me quedé porque quería estar cerca de Castaneda. Me quedé porque era mi chance de reclamar mi conexión con la vida.

Oakland fue mi segundo taller como instructora: había tres escenarios en la sala grande con alrededor de 300 participantes, divididos en tres grupos alrededor de cada escenario. El domingo por la mañana, yo estaba parada en el escenario al lado de la puerta principal, siguiendo una secuencia de movimientos para despertar el cuerpo y estar alerta.

Estar en el escenario y ser parte de este grupo de mujeres guerreras desafiaba todas las creencias preconcebidas de mi familia. Yo estaba rompiendo con el patrón de mi linaje donde las mujeres eran destinadas a ser secretarias y servir en la casa a sus maridos. El estrés creado por querer hacer todo sin equivocarme y el duelo de lo que se quebraba en mi internamente, me hacia poner extra esfuerzo en los movimientos y me jalaba a un límite. Estaba enfrentando a mis enemigos: En la sesión del sábado temprano, un español con acento fuerte y vos grave, agarrándome del brazo con fuerza y con bronca me preguntó: “¿Por qué vos estás ahora en el escenario, si eras una participante hace unos meses atrás?”. Me hizo acordar a mi hermano. Una parte de mí quería desaparecer en la muchedumbre y ser una participante. Después de todo, no me veía tan bien: había subido de peso con la nueva dieta y me sentía hinchada. Me decía a mí misma que no servía, que no iba a poder, y con la misma fuerza, otra voz estaba creciendo y expresando “déjame ser libre.” Luchaba contra el dragón de la negatividad venciendo el achicamiento, con cada respiración y movimiento.

Castaneda decidió cambiar la última sesión del seminario de preguntas y respuestas por otra sesión de movimientos y se subió en el escenario donde yo estaba parada para explicar los detalles. En jeans, con una camisa de color crema y unas zapatillas New Balance de color blancas, se movía con ligereza y flexibilidad como si las tensiones no llegaran a tocar su cuerpo. Tenía su mano izquierda en el bolsillo, y con la derecha mostraba los movimientos. Lo puedo ver tan claro hoy como si el tiempo no hubiera pasado.

De repente, la gran masa de participantes, corrieron hacia el final de la sala donde estábamos. Castaneda hizo una señal a todos para que regresaran y aseguró que saltaría en los otros dos escenarios, pero nadie escuchó. Entonces pasó al segundo escenario y explico los mismos detalles: mantener los pulgares cerca de los dedos índices con la palma de la mano plana, y mientras haces círculos, mantener los ojos al nivel del horizonte. La gran masa lo siguió, dejando el previo escenario vacío. Con una sonrisa tensa, aclaró a todos que no tenían que seguirlo: la magia la encontrarían en lo que descubren cuando practican los movimientos. Incluso desafió a los participantes:

“Aquellos de ustedes que ya escucharon lo que dije, quédense aquí y practiquen los movimientos: voy a saltar al tercer escenario, no es necesario que me sigan.” Pero la mayoría de las personas lo siguieron, como encegadas, con una euforia casi histérica.

En el tercer escenario, su sonrisa se opacó y su voz sonó metálica:

“Por favor, no quiero seguidores, yo no soy su papito…”, repetía varias veces, como buscando una salida a los sentimientos apunto de eruptar desde su vientre. No recuerdo sus palabras exactas pero dijo algo como esto:

“Vayan a sus casas y recapitulen lo que han aprendido. Reúnase con otros y practiquen. Así es como pueden acercarse a mí, practicando y reuniendo energía para cambiar sus vidas”.

Esa misma tarde volamos de vuelta a los Ángeles. Castaneda iba sentado en frente mío, en clase turista, y en completo silencio. Al siguiente día me llamó cancelando nuestra práctica diaria: Explicó que se había enfermado y necesitaba descansar. La imagen siniestra de los participantes siguiéndolo de escenario a escenario lo perseguía. Dijo que no habían entendido lo que estaba tratando de hacer. Odiaba la atención personal, ser puesto en un pedestal y tratado como una celebridad. Desde que escribió las Enseñanzas de don Juan, había pasado mucho tiempo en el anonimato. Al final de la llamada telefónica, cambió de opinión: “Ven, trabajemos en el jardín y podemos los árboles, eso puede ayudar a despejar la sombra.” Castaneda no volvió a viajar y este seminario fue una de sus últimas apariciones públicas.

Recapitulando ese domingo a la tarde en Oakland, la que soy hoy después de casi 30 años de subirme a escenarios y de dar prioridad al mensaje de lo que se expresa, de saber que el mensajero no es esencial, hoy que puedo hablar inglés y que puedo reconocer mi verdadera voz, hoy les diría a los participantes: “Cierren sus ojos, llamen a su autoridad interna, no pierdan su integridad, sigan a la autoridad que reina en su corazón, y sigan su propia voz.”

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No Estoy Sola

La naturaleza conoce bien los ciclos de muerte y renacimiento.

Nací en el cemento de una ciudad ruidosa, y mi experiencia más cercana a la naturaleza fueron las plantas que mi abuelo regaba en su patio. En casa teníamos una perra, un par de canarios enjaulados y dos tortugas de agua que cuidaba mi madre, todos huérfanos que aportaban algo de color al ambiente gris pálido.

De vez en cuando iba al parque, donde me preocupaba quién iba a jugar conmigo, ya que mis hermanos disfrutaban de mi ausencia. Llevaba una sensación de temblor en mi vientre cuando estaba cerca de ellos; temía ser golpeada. Durante los veranos familiares que pasaba en la playa, yo estaba a un lado, observando cómo los demás jugaban en el océano. Mirando hacia atrás, estaba desconectada de alguna manera, como si la vida no fuera para mí.

Me mudé de Buenos Aires a Los Ángeles, y después de 25 años de desarrollar una carrera y una vida, me mudé de nuevo a un lugar que ni siquiera sabía qué existía. La gran isla de Hawái, donde la naturaleza crece cruda y salvaje, donde la lava rabiosa de volcanes activos destruye y construye nuevas tierras, donde los arcoíris son dobles y brillan a través de la lluvia y donde las olas del mar borran el temblor, el miedo, la angustia.

En mi nueva casa, arranco la incesante maleza que crece entre los plataneros que me regalaron mis vecinos. Aunque pueden tener un propósito, las malas hierbas albergan insectos y enfermedades que dañan mi nuevo jardín. Quiero sacar lo que duele y quedarme con lo que nutre.

¿Saben las malas hierbas que morirán? ¿Qué saben las plantas?

Antes tenía otra casa, un sueño de siete acres para que mi familia descansara, se uniera y prosperara. Trabajé por diez años para terminar de construirla, para tener un lugar de paz, de conexión profunda. Insistí en algo que no estaba destinado a ser.

¿Alguna vez has insistido en algo que no estaba destinado a ser?

Creé un castillo y puse un príncipe en él, una casa blanca con muchas ventanas hacia el verde exuberante y los amaneceres rosados por las mañanas. Tenía un plan, pero no era el plan de Dios. Si es que hay un Dios, supongo que al menos ella entendería mis esfuerzos para tratar de conocerla.

¿Hay un destino que estamos destinados a cumplir?

Cuando las cosas no salen como lo planeamos, ¿qué hacer?

Me adecué y puse la casa en venta. Protesté y me quejé. No quería dejar de bañarme bajo la lluvia, como hacen las plantas. Caminar bajo la luz de miles de estrellas en lunas nuevas; meditando bajo la sombra de la luna llena. Respirar aire puro como si fuera por primera vez, escuchar el canto de mil pájaros y dormir en una oscuridad profunda. 

Algo me dijo que siguiera adelante. Me agarré fuerte a los postes de la casa, llorando como nunca lo hice el día que se vendió. Necesitaba vivir en la ciudad con una buena conexión a internet para mis clases en línea: cerca de la escuela y la práctica de baloncesto de mi hijo; más cerca de la gente. Necesitaba recuperar un espacio donde ser dueña de mi viaje, mi crecimiento y belleza. Cerré un ciclo, con dolor no solo por la pérdida de la casa, sino también por el final de mi matrimonio.

Ahora estoy permitiendo que crezca un nuevo ser en mí. Siento que durante cincuenta años he estado viviendo una vida para los demás, para una idea de cómo comportarme para ser aceptada: sonriente, diciendo que sí, cuando quería decir que no; achicada para que el otro se sienta mejor; comiendo los restos para no desperdiciar.

Pero ahora desde dentro de mi árbol crecen nuevos entendimientos. Siento valentía brotando de mis pies. Tengo grandes oídos para escuchar, y grandes brazos para abrácelo todo, lo feo y lo hermoso. Si veo a una amiga, mi atención está en escucharla; si doy una clase soy auténtica y honestamente alineada conmigo misma, sin ansiedad, sin necesidad de hacer las cosas de una manera determinada.

No soy la suma de mis logros, sino la suma de mis entendimientos.

Estoy resurgiendo del inframundo, de los estándares patriarcales, rompiendo las cadenas de lo que significa ser mujer. Hawái me enseñó que puedo cambiar el aceite y el filtro de mi auto, llenar mis tanques de propeno, podar mis árboles, y arreglar lo que está roto.

En mi coche siempre tengo un machete y traje de baño lista para los desafíos y para la espontaneidad del placer. Me alimentan los mangos y los aguacates, me lavan las gotas de lluvia, me abraza el viento y me mecen los sonidos de los coquis. No lo he perdido. La vida silvestre es ruidosa y lo abarca todo, se regula a sí misma, y me recuerda del renacimiento. Madre tierra me dice que mi vida si es para mí. 

Quiero sostener las manos de mis seres amados como sostengo las lagartijas y pájaros muertos. Quiero honrar mis relaciones como el mundo natural me honra a mí.

Mientras escribo, me envuelven las melodías rítmicas de la vida. Mi perra, acostada a mis pies, sus ronquidos me hacen cosquillas en la piel. Hacia el oeste, escucho sonidos de autos distantes que pasan. Hacia el este, corren niños riendo. Están muriendo y renaciendo, pasando por ciclos como yo. Ya no estoy sola.

Hamakua Coast, Big Island of Hawaii
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¡Experimentando la Libertad en México!

Estoy de pie con las maletas llenas, mirando el océano azul turquesa y deseando que este momento dure para siempre. Dentro de unas horas regresaré a Los Ángeles, pero no quiero regresar. Quiero estar suspendida en la intersubjetividad creada por nuestro grupo aquí en la sagrada tierra Maya, un lugar donde el tiempo se curva en los espacios entrelazados del mito y la historia.

Nuestro viaje a México no fue un tour; fue una aventura transformadora que está reclamando fuertemente su espacio en cada célula de mi cuerpo. Me enamoré de cada participante, cada héroe de este viaje de siete días, donde aprendimos a trascender las ilusiones de la certeza y a escuchar la sabiduría de los ancestros, a los pájaros en la selva, a lo mejor de nuestros corazones, anhelando la autenticidad.

Las lágrimas que derramamos en nuestras despedidas lavaron el último trozo de nubes en nuestros ojos. Hoy nos enfrentamos al cielo despejado, inhalando la energía del sol en el interior, sabiendo quiénes somos. Somos los mayas, somos los naguales, somos el sueño de la serpiente emplumada, viajando a través de experiencias, reconociéndonos y recordándonos a nosotros mismos.

Orión todavía brilla sobre mi cabeza, las pleiades justo detrás de mí.

En este viaje, abracé todo mi ser, aceptando mis deficiencias como acepté las curvas en los bordes de la pirámide del mago, riéndome de algunos pensamientos irracionales que proyectaban en mi cabeza todo lo malo lo que podría suceder y experimentando la vida tal como es: cruda, pura, corazón abierto, increíble.

Mis lágrimas al final fueron al darme cuenta de lo bien que salió todo, de lo bendecida que estaba de estar con seres vibrantes que brillan inocencia y sabiduría. Actualicé viejas interpretaciones acerca de la dureza y el sufrimiento en la vida. No se necesita ninguno de ellos para vivir en este nuevo tiempo, el 2020, un año para saltar surcos.

Gracias a todos ustedes, amigos y familia real, por estos momentos, que quedan sellados por siempre en mi corazón.

Aerin

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No pierdas tu tiempo y tu poder temiendo la libertad

“¿Puedes desviarte del camino que tus compañeros han marcado para ti? Y si permaneces con ellos, tus pensamientos y tus acciones se fijan para siempre en sus términos. Eso es la esclavitud. El guerrero, por otro lado, está libre de todo eso. La libertad es cara, pero el precio no es imposible de pagar. Entonces, teme a tus captores, a tus amos. No pierdas tu tiempo y tu poder temiendo la libertad.” – Carlos Castaneda

Durante la cena, mi hijo mencionó acerca del próximo Día de San Valentín y que había recibido una rosa de una niña en la escuela. Mientras mi esposo nos servía pasta y calabacín, mi hijo me preguntó si podía enviarle flores a ella. Asentí. Tenía curiosidad por saber si los niños varones de la clase se enviaban flores entre ellos. Cuando le pregunté, él respondió con otra pregunta:

“¿Eso es algo que puedo hacer?” con sus ojos muy abiertos sorprendido.

“Lo quieres hacer?” le pregunté.

“Si seguro,” dijo.

Mi esposo intervino: “De ninguna manera, eso no es común. Las flores son generalmente para las mujeres.”

Sentí el nudo familiar en mi estómago que todavía siento cuando surgen cuestiones relacionadas con el género. Les dije que los hombres tienen los mismos derechos que las mujeres de expresar sus sentimientos y compartirlos en lugar de esconderlos detrás hacerse los machos levantando pesas o bebiendo paquetes de cervezas mientras gritan mirando el fútbol. Esta frase salió de mi lengua rápida y afilada, como si hubiera sido ensayada en mi cabeza durante años. Estaba a punto de continuar con la injusticia de las diferencias de género, pero me quedé quieta. Me sorprendí a mi misma de mis respuesta exagerada. Por un momento deje el presente y me transporté al pasado y una parte niña de mí estaba furiosa. Estaba de vuelta en mi infancia.

Crecí en una casa con cinco hombres. A lo largo de los años, fui testigo de cómo ellos reprimían los “buenos sentimientos,” los que los podían hacer reales, como la vulnerabilidad, la amabilidad o el cuidado. En cambio, se les permitía expresar solo uno: la agresión. En particular, uno de mis hermanos fue verbal y físicamente abusivo. ¿Su blanco? Las mujeres. Desde que tenía 3 o 4 años, escuchaba sus quejas y comentarios sarcásticos: “Las mujeres no pueden conducir, las mujeres no pueden dirigir una empresa, las mujeres solo limpian y cocinan, eso es lo único para lo que son buenas, etc.” Parecía disfrutar de mis arrebatos defensivos cuando yo expresaba una opinión diferente, pero eso solo alimentaba su despotricar. A medida que crecí, el despotricar se volvió físico. Me tiraba del pelo, me tapaba la nariz, me empujaba y amenazaba con pegarme. Era difícil hacerle parar o encontrar lugares para escapar de él y esconderme. Al principio, el llorar hacía que finalmente se detuviera, pero a medida que pasaban los años, para ser efectivo, necesitaba ser más dramática para que se detuviera, como arrancarme el cabello o golpearme la cara. Durante esos momentos, él me decía: “Ahí tienes, siempre supe que estabas loca”.

Como la mayoría de nosotros, gran parte de mi identidad se basó en estas experiencias de la infancia. Me enfermé cuando tenía nueve años y me di cuenta de que la enfermedad también podía ser un muro protector, para mantener a mi captor alejado de mí. Recuerdo acostarme en la cama de mis padres con fiebre alta y experimentar los límites de la cama como vallas seguras. Era un refugio acogedor, donde podía jugar en mi imaginación y viajar lejos. Para mantenerme a salvo, no comía mucho, así me curaría más lentamente. Me llevó treinta años de reflexión y trabajo interno darme cuenta de cuánto de mi personalidad se había construido alrededor de la interpretación errónea de que solo puedo estar segura si estoy enferma o si de alguna manera me lastimo al negarme la comida y el placer.

Las enseñanzas de Carlos Castaneda fueron el punto de inflexión que me puso en el camino hacia la libertad. Cuando lo conocí por primera vez, yo vivía en una prisión de amnesia creada por mí misma sobre quién era. Estaba consumida por mis pobres mecanismos de autodefensa y la falta de autoestima. El me preguntaba: “¿Qué te han hecho, Chola?”

Reaccionaba a su pregunta defensivamente: “Nadie me hizo nada. Estoy bien,” respondía desafiantemente. Recuerdo hoy claramente su dulce sonrisa, llena de compasión. No confiaba en él, era un hombre, como mi captor. Sin embargo, sentía que él le estaba hablando al mi verdadero Ser detrás de las vallas, la parte de mí que buscaba ser libre.

Me convertí en uno de sus alumnos directos, y aunque era una relación clara entre mentor y alumna, por dentro lo experimenté como mi abuelo. Mis abuelos en ambos lados de mi familia murieron cuando yo era joven y nunca tuve una relación cercana con ellos. Castaneda me instó y me apoyó a estudiar; nadie en mi familia había hecho eso antes. Él me llamaba y preguntaba sobre como estaba y me ayudaba con mi tarea, a veces dictando mis reportes por teléfono. También me instó a observar cómo me aferraba firmemente a mi propia imagen, a mi baja autoestima y a mi condicionamiento debido al miedo. Temía ser etiquetada como la traidora, la que abandonó a su familia. Temblaba ante la posibilidad de dejar de lado mi identidad de felpudo, que era todo lo que tenía. Pero el dolor de aferrarme a eso y de ser quien era mucho mayor que mi miedo a lo desconocido, al cambio.

“La libertad siempre está a tu alcance, en las puntas de tus dedos”, Castaneda me dijo, “¿te atreves a saltar?”

La formación bajo su tutela fue rigurosa. Diariamente, durante horas, practicábamos ejercicios similares a las artes marciales. Comencé a comer comidas sanas y completas cuatro veces al día, sin azúcares, sin sal, sin cafeína ni estimulantes. Tenía que cocinar mis comidas en casa, excepto cuando salíamos a comer con él. Cambié mi nombre y comencé a hablar un nuevo idioma, y ​​por primera vez en mi vida, ¡me sentí fuerte y segura y gané peso! Me convertí en una muy buena estudiante, algo que antes creía imposible de lograr, y hoy tengo dos Licenciaturas. Me enamoré del conocimiento. Y lo más importante, me enganché a lo que los videntes llamaron el pájaro de la libertad.

Hoy, sigo manteniendo la misma disciplina de una alimentación saludable, haciendo ejercicios e involucrando a mi cerebro en pensamientos profundos e interesantes y tengo la intención de hacerlo hasta el día que tome mi último aliento. Sigo aún bajando mis barreras, cuestionando mis miedos y disolviendo creencias limitantes. Acepto hoy que mi valor como ser no tiene nada que ver con mi género, fuerza física, dinero o peso, que no todos los hombres son como mi hermano y que ya nadie está tratando de lastimarme. He asumido la responsabilidad por el hecho de que la única persona que realmente puede lastimarme es yo misma. Me enfrenté al camino aterrador del compromiso de sostener relaciones a largo plazo y a un profundo amor por dos hombres: mi esposo y mi hijo.

La libertad hoy para mí es la aceptación de quién soy, incluyendo mis defectos, mi voz áspera y a veces ruidosa. La libertad ya no se trata de romper los límites fuera de mí. Se trata de romper la división dentro de mí, entre mi condicionamiento y mi corazón. La libertad es integrar la división interna y seguir luchando para ser auténtica, un viaje que aún continúa escribiéndose.

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Buscar la Libertad es la Única Fuerza Impulsora que Conozco

Una de las principales premisas del Camino del Guerrero que aprendí de Carlos Castaneda fue la Libertad. Definió la libertad como la posibilidad de percibir no solo el mundo que se da por sentado, sino también de experimentar todo lo demás que es humanamente posible lograr.

Cuando Miles y yo conocimos a Castaneda hace veinticinco años, queríamos ser libres. Pero realmente no sabíamos de qué queríamos liberarnos. La búsqueda de la libertad para percibir y experimentar sin limitaciones nos llevó a un largo viaje de descubrimientos internos y cambios de vida. Nos preguntamos, ¿qué es la libertad? ¿Cómo se ve en la vida diaria? Las respuestas son complejas, multifacéticas y en constante evolución.

Castaneda escribió:

“Buscar la libertad es la única fuerza impulsora que conozco. Libertad para volar hacia ese infinito. Libertad para disolverse; despegar; ser como la llama de una vela, que a pesar de estar contra la luz de mil millones de estrellas, permanece intacta, porque nunca pretendió ser más de lo que es: una mera vela ”.

Como ejemplo, reflexionemos sobre la libertad en el contexto de la identidad de género. Nuestra identidad de género se nos da al nacer, de acuerdo con nuestra anatomía externa. Desde el primer día estamos condicionados y moldeados según los parámetros que nuestra socialización asigna a esa identidad de género: quiénes podemos ser, cómo comportarnos, nuestros pensamientos, sentimientos, capacidad para expresarnos, cómo vestirnos, qué trabajos tener, como amar. Cada uno de nosotros fue y es afectado por el condicionamiento social en un grado diferente quizás, pero el condicionamiento es omnipresente.

Desde muy joven me enseñaron a ayudar a mi madre con las tareas del hogar que incluían hacer las camas de mi hermano mientras jugaban afuera. Yo también quería jugar al fútbol al aire libre, pero no era correcto que una niña se ensuciara los zapatos y se lastimara las piernas. En la cena familiar también quise expresar mis pensamientos como lo hicieron los niños, pero me hicieron callar. Estaba condicionada a creer que los hombres eran más importantes y que cuando los hombres hablan, las mujeres los escuchan con atención y no al revés.

Es ese tipo de condicionamiento el que interfiere con nuestra libertad, aunque las circunstancias pueden ser diferentes para cada individuo.

Por ejemplo, una mujer puede estar condicionada a trabajar duro para alcanzar una carrera de alto perfil, mientras que en realidad tiene un deseo profundo y oculto de ser madre y ama de casa. En muchas culturas, a las mujeres sin carrera profesional se les da muy poco valor. Y en otras culturas, a las mujeres sin marido se les da poco valor.

Un hombre puede embarcarse en la búsqueda de ser un exitoso abogado de alto perfil, mientras que su verdadero deseo es ser artista o músico. Estaba condicionada a creer que el arte no traerá éxito. A veces, nuestro condicionamiento social es tan fuerte que no sabemos hacernos las preguntas que nos permiten perseguir nuestros verdaderos intereses y pasiones, al tiempo que nos permiten luchar por la realización de nuestro verdadero potencial y vivir una vida de satisfacción y alegría.

Rara vez tenemos el espacio interno para preguntarnos ¿Quién soy yo? ¿Qué quiero? Para que estoy aqui Preguntar sin sentir las prisas por complacer las exigencias de nuestro entorno o lo que nos había impuesto. ¿Ya has descubierto tu verdadero yo? ¿Ha preguntado qué desea, resultados son sus pasiones y sus sueños? O, como diría Carlos Castaneda: “¿Vas por un camino que tiene corazón?. ¿Está trabajando para liberarse del enredo de las expectativas de los demás y las ideas de lo que es apropiado y aceptable?

Reconozcamos, en el contexto de nuestra identidad de género, que la biología de hombres y mujeres es diferente. Tenemos el MISMO VALOR, y debemos tener los MISMOS DERECHOS de ser nosotros mismos, las mismas oportunidades de estudiar, de tener carreras, de cumplir nuestros sueños como individuos, más allá del género. Ser tratados con justicia y respeto por nuestra sociedad. Sin embargo, nuestros cerebros funcionan de manera diferente y, a menudo, nuestros deseos y formas de realización son diferentes.

Al elegir seguir lo que está realmente oculto en nuestro interior, nuestro deseo del corazón es un proceso de descubrimiento y coraje. Es el viaje del héroe, el guerrero que quiere romper el dominio del condicionamiento y las reglas implantadas en nuestro cerebro, romper el piloto automático latente de hábitos y repeticiones, y estar vivo, ser auténtico y leal a el propósito de nuestras almas.

La libertad es elegir ser TÚ como el ser único que eres, incluso si las personas a tu alrededor desaprueban tus elecciones; se trata de perseguir tus sueños, a pesar de los obstáculos. Significa aceptar quién eres realmente, no esconderlo, fingirlo o avergonzarte por ello. La libertad tiene un precio: deberás asumir la responsabilidad de las decisiones que tomes, mantener el enfoque y mantener tu propósito sin darte por vencido.

Sí, a veces es difícil en nuestras vidas cambiar de rumbo y perseguir nuestros verdaderos deseos, pero es una tarea que vale la pena. Te invitamos a considerar estas tres preguntas abiertas:

  • ¿Alguna vez cambiaste conscientemente el curso de tu vida porque escuchaste a tu verdadero yo?
  • ¿Qué obstáculos encontraste en el camino?
  • ¿Este viaje enriqueció tu vida?

Comparte tu historia si puedes. ¡Gracias!

Sinceramente,

Aerin

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Lo que me Enseñó mi Maestro Carlos Castaneda Sobre la Muerte

Mis amigos Tom y Susanne de Hawai me enviaron un mensaje de texto el sábado pasado:

“Durante unos quince minutos estuvimos preparándonos para morir. Y fue real. Y estábamos tranquilos. ¡Qué regalo! Lamento que no estuvieras aquí para disfrutar de la diversión “.

Sonreí y exhalé. Había llegado a Los Ángeles unos días antes después de pasar dos semanas con ellos en Hawai. Estaban bien. No estaban siendo sarcásticos. Ambos son terapeutas altamente educados que se jubilaron y ahora viven en la gran isla de Hawaii. Son encantadores, inteligentes y atrevidos. Para ellos, un encuentro con la Muerte, como lo experimentaron cuando sonó la alerta de amenaza de misiles en sus teléfonos, fue un regalo.

Carlos Castaneda me dijo que la muerte está en todas partes: al atardecer, al final del día, allí cuando cae un pétalo de rosa, al final de la página que estás leyendo, al final de la respiración que estás tomando. Pensar en la muerte nos catapulta a nuevas reflexiones, a una profunda gratitud por el simple pero poderoso acto de estar vivo. Es, según Castaneda, lo que da ventaja a los guerreros.

Las enseñanzas de Castaneda sobre la muerte fueron una de las principales razones por las que dejé mi trabajo, mi novio, mi tribu y mi vida en Buenos Aires y me mudé a Los Ángeles hace 23 años. Leí sus libros cuando era adolescente y tuve la oportunidad de conocerlo y trabajar con él. Su maestro, Don Juan Matus era un yaqui de Sonora, México y líder de un linaje de videntes. Don Juan le pasó sus conocimientos a Castaneda, y él me los pasó a mí.

A lo largo de los años de mi aprendizaje con Castaneda, habló a menudo sobre la muerte. Decía que la muerte es un recordatorio para estar alerta, un punto de referencia para comportarse con amabilidad, un impulso para establecer prioridades, una inspiración para el cambio o para deshacerse de la mezquindad de las preocupaciones diarias.

A menudo me encontraba atrapada en pensamientos contraproducentes, preocupándome por los pequeños detalles de la vida diaria, como estresarme por mis papeles escolares, mi desempeño en el trabajo y lo que otros pensarían de mí o las 15 libras adicionales que no podía deshacerme. Él observó mi confusión y me preguntó:

“Dado que lo peor que te puede pasar ya está sucediendo, algún día vas a morir, entonces, ¿qué importancia tiene realmente tu confusión interna? De verdad, piénsalo “.

La presencia de la muerte y el hecho de que no sabía cuándo ni cómo moriría me ayudó a deshacerme de mis preocupaciones personales y a aportar claridad, determinación y un sentido de propósito a mis acciones.

“¿Qué tenemos realmente, excepto la vida y nuestra propia muerte? Lo que hay que hacer cuando estás impaciente, me dijo don Juan, es girar a tu izquierda y pedir consejo a tu muerte. Se pierde una cantidad inmensa de mezquindad si tu muerte te hace un gesto, o si la vislumbras, o si simplemente tienes la sensación de que está ahí mirándote “.

Una vez, durante uno de mis primeros almuerzos con Castañeda y sus colegas en un restaurante de Santa Mónica, me preguntó: “¿En qué crees que vale la pena pensar?”

“La muerte”, dije. No estaba tratando de complacerlo o de salirme con una respuesta fácil. Había experimentado la muerte como la pérdida de seres queridos, como un final definitivo que me había dejado un vacío y una tristeza sin resolver, una angustia difícil de despegar. Evité reflexionar o incluso pensar en la muerte y, sin embargo, ahí estaba, sentada junto a Castaneda en mi búsqueda para aprender más sobre la muerte.

Una serie de recuerdos llegaron a mi primer plano cuando dirigió toda su atención hacia mí, curioso por saber más al respecto.

Compartí con él algunos encuentros con la muerte que aún estaban presentes en mi cuerpo. La primera vez que me encontré con la muerte, tenía ocho años y me enfermé de fiebre reumática. Pasé un año postrada en cama con mucha fiebre. En un caso, tuve una experiencia “fuera del cuerpo” en la que me vi literalmente separada de mi cuerpo, por encima de la cama, mirándome ahí.

La segunda experiencia que tuve con la muerte fue cuando tenía 14 años. Encontré cadáveres flotando en el Río de la Plata en Buenos Aires, durante la dictadura militar que torturó y asesinó a miles de personas inocentes.

Luego, cuando tenía 17 años, me iba de la ciudad con mis amigos para pasar las vacaciones en la playa. Su coche era algo pequeño para seis personas y yo no encajaba. Mi madre no me dejó conducir con ellos y tuve que conducir con mi tía y mi prima. En la autopista, de camino a la playa, el auto de mis amigos chocó contra un camión y los cinco murieron instantáneamente.

Un par de años después de ese incidente, me caí al piso de una discoteca mientras bailaba borracha y tuve una convulsión. Mi corazón literalmente dejó de latir por unos segundos y me corté la cabeza severamente.

Después de ese incidente, me tomó unos años volver a mi cuerpo. Lentamente cambié mi vida por completo. Empecé a comer sano, cambié de trabajo, cambié de amigos. Empecé a mostrar interés en las modalidades de sanación, en el crecimiento interior y en la espiritualidad. Todo me llevó a conocer a Castaneda en 1995.

“La muerte te ha tocado y te has estado dando una segunda oportunidad”, me dijo ese día en el restaurante. “Nuestro encuentro con la muerte es inevitable; Pasará. La pregunta es para ti, que es la pregunta de todos nosotros, ¿cómo irás al encuentro? ¿Cómo vas a usar tu tiempo? “