Era un domingo por la mañana en el invierno de 1996. El sol brillaba a través de los altos ventanales del auditorio trayendo calidez al ambiente. Resaltaban las paredes blancas y la alfombra verde como si hubieran sido renovadas durante el fin de semana. A mi alrededor, los participantes del seminario sonreían, con ojos resplandecientes y hombros relajados, y sentía que tenía más aire disponible para respirar.
Volé de Los Ángeles a Oakland con Carlos Castaneda y sus alumnas para guiar un taller sobre la Vitalidad y la Redistribución de Energía. El taller, en el colegio “Holy Names,” comenzó el viernes por la noche con una conferencia de dos horas. En ella Castaneda compartió historias de su aprendizaje con don Juan Matus, líder de un linaje de chamanes del México antiguo. Enfatizó la práctica de los movimientos no solo para aumentar la fuerza y la resistencia y mejorar el estado de alerta y la sensación general de bienestar, sino también para despertar un sentido de propósito en la vida. Presentó el camino del guerrero como una colección de creencias y comportamientos para ayudar a las personas a alcanzar estados de autoridad interior y libertad.
“Es tu derecho de nacimiento”, dijo desde el escenario, mirando directamente a los ojos de los participantes en la primera fila. Caminaba elegantemente con su traje marrón oscuro y sus zapatos negros. Se refería a construir la autoridad interna para ejercer la libertad de elección. Discernir lo que es bueno para nuestra vida y elegir lo que vale la pena, caminos con corazón.
Carlos Castaneda dirigía una empresa para promocionar su obra: Me contrataron para capacitarme apenas unos meses antes. Seguí un riguroso entrenamiento físico que incluía un cambio completo de dieta (sin azúcar, ni siquiera una manzana, sin sal, sin harinas, no caffeína o estimulantes y solo comidas caseras), larga horas de prácticas diarias de movimiento, y un completo cambio de actitud ante la vida. Trabajaba durante el día y, en las noches, asistía la escuela pública para aprender inglés.
No estaba en mis planes unirme a su empresa ni mudarme a los Estados Unidos. Vine de Argentina para asistir a uno de sus talleres, en mis vacaciones de trabajo de dos semanas. Viajé con amigos y nunca pensé en quedarme. No tenía el dinero, el talento o la valentía de verlo como una posibilidad. Tenía pensamientos negativos hacia mí misma: crecí escuchando “Cállate la boca, vos sos mujer y no sabes nada.” Uno de mis hermanos me lo repetía a diario y su voz resonaba en mi cabeza a través de los años. Había internalizado esa voz como propia sin cuestionarla.
Hasta que en mi primer taller en Los Ángeles, en la cafetería de la escuela en Culver City, experimenté algo distinto: como si el ruido que esa voz producía de repente se acalló. Como cuando desconectas la refrigeradora y te das cuenta del ruido que hace, y en su lugar sentís un silencio abrazante. Mi barriga esta relajada y por primera vez dí mi peso al suelo, como si finalmente hubiera aterrizado en la tierra. Las fuerzas de la gravedad me reconocían y apoyaban, sentía alegría hasta en los huesos. A pesar de no saber inglés y escuchar la traducción de lo que se decía en el escenario, sentía que entendía más allá de las palabras.
Todo a mi alrededor parecía darme la bienvenida: en la entrada los organizadores me saludaban como si me conocieran, las tres mujeres en los escenarios me sonreían cuando yo pasaba caminando, una persona me regaló su colchoneta para sentarme y me abrazaba al grupo de latinos con los cuales conversaba en los breaks. Era estar en sincronía con la vida: los pases energéticos practicados en unísono creaban el sentimiento de camaradería, como cuando iba a los recitales de rock y todos cantábamos la misma canción porque sabíamos la letra desde el corazón. Ese sentido de unidad y de que todo es posible que me hizo sentir libre y de que yo si pertenecía.
El movimiento me había traído de nuevo a la vida. Fue el deporte lo que me devolvió la vida cuando enfermé de fiebre reumática a los 8 años. Piel y huesos, paralizada en la cama y maltratada por familiares, fue unirme a una clase de natación y sentirme sostenida por el agua cálida lo que me hizo sentir el querer estar viva. Me dolían los músculos porque mi pecho se estaba expandiendo, pero mis ojos podían mirar alto al caminar. Al jugar en un equipo de vóley, experimenté el trabajar con otros por un mismo objetivo, el pertenecer, lo que no sentía en mi hogar. El experimentar ese sentido de conexión con otros que tanto ansiaba ayudó a que tome la decisión de quedarme en Los Angeles. Dije que sí a la oferta de trabajo de Castaneda: podía estudiar, trabajar en equipo con otras mujeres, y servir un propósito más grande. No me quedé porque quería estar cerca de Castaneda. Me quedé porque era mi chance de reclamar mi conexión con la vida.
Oakland fue mi segundo taller como instructora: había tres escenarios en la sala grande con alrededor de 300 participantes, divididos en tres grupos alrededor de cada escenario. El domingo por la mañana, yo estaba parada en el escenario al lado de la puerta principal, siguiendo una secuencia de movimientos para despertar el cuerpo y estar alerta.
Estar en el escenario y ser parte de este grupo de mujeres guerreras desafiaba todas las creencias preconcebidas de mi familia. Yo estaba rompiendo con el patrón de mi linaje donde las mujeres eran destinadas a ser secretarias y servir en la casa a sus maridos. El estrés creado por querer hacer todo sin equivocarme y el duelo de lo que se quebraba en mi internamente, me hacia poner extra esfuerzo en los movimientos y me jalaba a un límite. Estaba enfrentando a mis enemigos: En la sesión del sábado temprano, un español con acento fuerte y vos grave, agarrándome del brazo con fuerza y con bronca me preguntó: “¿Por qué vos estás ahora en el escenario, si eras una participante hace unos meses atrás?”. Me hizo acordar a mi hermano. Una parte de mí quería desaparecer en la muchedumbre y ser una participante. Después de todo, no me veía tan bien: había subido de peso con la nueva dieta y me sentía hinchada. Me decía a mí misma que no servía, que no iba a poder, y con la misma fuerza, otra voz estaba creciendo y expresando “déjame ser libre.” Luchaba contra el dragón de la negatividad venciendo el achicamiento, con cada respiración y movimiento.
Castaneda decidió cambiar la última sesión del seminario de preguntas y respuestas por otra sesión de movimientos y se subió en el escenario donde yo estaba parada para explicar los detalles. En jeans, con una camisa de color crema y unas zapatillas New Balance de color blancas, se movía con ligereza y flexibilidad como si las tensiones no llegaran a tocar su cuerpo. Tenía su mano izquierda en el bolsillo, y con la derecha mostraba los movimientos. Lo puedo ver tan claro hoy como si el tiempo no hubiera pasado.
De repente, la gran masa de participantes, corrieron hacia el final de la sala donde estábamos. Castaneda hizo una señal a todos para que regresaran y aseguró que saltaría en los otros dos escenarios, pero nadie escuchó. Entonces pasó al segundo escenario y explico los mismos detalles: mantener los pulgares cerca de los dedos índices con la palma de la mano plana, y mientras haces círculos, mantener los ojos al nivel del horizonte. La gran masa lo siguió, dejando el previo escenario vacío. Con una sonrisa tensa, aclaró a todos que no tenían que seguirlo: la magia la encontrarían en lo que descubren cuando practican los movimientos. Incluso desafió a los participantes:
“Aquellos de ustedes que ya escucharon lo que dije, quédense aquí y practiquen los movimientos: voy a saltar al tercer escenario, no es necesario que me sigan.” Pero la mayoría de las personas lo siguieron, como encegadas, con una euforia casi histérica.
En el tercer escenario, su sonrisa se opacó y su voz sonó metálica:
“Por favor, no quiero seguidores, yo no soy su papito…”, repetía varias veces, como buscando una salida a los sentimientos apunto de eruptar desde su vientre. No recuerdo sus palabras exactas pero dijo algo como esto:
“Vayan a sus casas y recapitulen lo que han aprendido. Reúnase con otros y practiquen. Así es como pueden acercarse a mí, practicando y reuniendo energía para cambiar sus vidas”.
Esa misma tarde volamos de vuelta a los Ángeles. Castaneda iba sentado en frente mío, en clase turista, y en completo silencio. Al siguiente día me llamó cancelando nuestra práctica diaria: Explicó que se había enfermado y necesitaba descansar. La imagen siniestra de los participantes siguiéndolo de escenario a escenario lo perseguía. Dijo que no habían entendido lo que estaba tratando de hacer. Odiaba la atención personal, ser puesto en un pedestal y tratado como una celebridad. Desde que escribió las Enseñanzas de don Juan, había pasado mucho tiempo en el anonimato. Al final de la llamada telefónica, cambió de opinión: “Ven, trabajemos en el jardín y podemos los árboles, eso puede ayudar a despejar la sombra.” Castaneda no volvió a viajar y este seminario fue una de sus últimas apariciones públicas.
Recapitulando ese domingo a la tarde en Oakland, la que soy hoy después de casi 30 años de subirme a escenarios y de dar prioridad al mensaje de lo que se expresa, de saber que el mensajero no es esencial, hoy que puedo hablar inglés y que puedo reconocer mi verdadera voz, hoy les diría a los participantes: “Cierren sus ojos, llamen a su autoridad interna, no pierdan su integridad, sigan a la autoridad que reina en su corazón, y sigan su propia voz.”